domingo, 27 de enero de 2008

Pablo Neruda en Isla de Pascua

Pablo Neruda. Chileno, poeta y premio Nobel. Según él mismo, tonto de remate y marinero de boca. Ni lo uno, ni lo otro. Lo primero, huelga argumentarlo. Lo segundo, quizás fuera verdad que no soportaba navegar a pesar de estar loco por los barcos, pero alguien capaz de hacer volar su imaginación como él no necesita el título de capitán para ser marinero. Sus casas son como sueños con etiquetas, donde cada rincón tiene su propia historia, cierta o falsa, no importa, inventada por él posiblemente pero tan viva que los objetos parecen tener cara y nombre, como aquel sillón al que llamó nube o el salón que convirtió en faro. Donde no había ventanas se inventaba vistas y donde el parquet crujía se imaginaba goletas.

No os vamos a engañar, no leemos mucha poesía. Aunque quede mal decirlo, en general nos resulta rebuscada, absurda a veces, cursi casi siempre. Pero hay excepciones, como cuando te cuentan algo que tú mismo has sentido antes pero que no sabías cómo expresar. Entonces parece que estén hablando por ti, susurrando las palabras que tú no supiste encontrar, palabras que se mezclan con tus recuerdos, de tal forma que al fin no sabes si es tu voz o la del poeta la que resuena en tu cabeza. Esto nos pasó el otro día leyendo un soneto de Neruda sobre MachuPicchu. El poeta contaba que, al ver esas piedras, se añoró de un mundo en el que nunca había vivido, pero que sentía tan suyo como si él mismo hubiera trabajado allí, cavando surcos y alisando peñascos. Una sola sensación y dos sitios muy diferentes. Neruda hablaba de las ruinas de Perú, nosotros estábamos en Isla de Pascua. Allí perdidos en medio del Pacífico también nosotros nos sentimos como si siempre hubiéramos formado parte de esa isla. Quizás fuera ese paisaje volcánico tan similar a las Canarias de Belén. O también pudo ser su tamaño y forma, el color y el aire, muy parecidos a la Formentera de Pedro. Pero eso hubiera sido un simple parecido o un deja vú pasajero, incapaz de explicar el cosquilleo especial, casi mágico, que sentimos desde el mismo momento en que bajamos del avión.

Isla de Pascua es famosa por sus Moais, esculturas inmensas con pequeños cuerpos y enormes cabezas que se levantan en calas y rincones, guardianes de piedra que llevan siglos oteando el futuro. Algunas están restauradas, otras todavía restan con el rostro hundido en la tierra como avergonzadas del pasado que acabó con ellas. Perfiles con rasgos perfectos que cuanto más mirábamos más nostalgia nos hacían sentir de un mundo que, en realidad, nunca habíamos conocido. Esa era la melancolía de la que hablaba el poeta, la tristeza de pensar que los creadores de algo tan simple y tan grande, tan perfecto y tan único, hubieran desaparecido sin dejar una nota, un aviso o un nombre.

Algunos de sus actuales habitantes son descendientes directos de esos artistas sin firma, pero la guerra y el hambre, la enfermedad y la esclavitud borraron ya de la memoria de sus abuelos cualquier recuerdo sobre sus antepasados. O quizás no. Quizás asustados por la ambición de los que venimos de ese mundo que hay más allá de sus olas gigantescas prefieren olvidar o, simplemente, amagar su propia historia porque, si queréis que os digamos la verdad, cuando hablas con ellos sus palabras niegan lo que sus ojos afirman. Que saben más de lo que dicen. Que todavía hay cuevas escondidas y selladas, como las que ya se han encontrado, llenas de objetos y tesoros, incluso quién sabe si con algún grabado que permita descifrar su escritura rongo-rongo. Que conocen la razón por la que los primeros occidentales que llegaron a su isla vieron a gente de piel blanca entre ellos, muchos de ellos pelirrojos. Que esos blancos que vivían entre gente de raza polinesia pertenecían a la tribu de las Orejas Largas, dueña de Isla de Pascua durante más de mil años y auténticos señores de los Moais. Que los Orejas Cortas llegaron desde la Polinesia mucho después para encarnizar una guerra cruenta con los primeros que no sólo les llevó al canibalismo sino también al borde de su extinción. Que le perdonaron la vida a uno sólo de los Orejas Largas acabando así de golpe y porrazo con una cultura milenaria. Que algún día nos dirán quiénes fueron esos genios, blancos, altos, pelirrojos, llamados Orejas Largas, demasiado parecidos a algunos nobles Incas, cuyas momias también tienen el pelo colorado y que curiosamente eran conocidos como los Orejones, cuyo Rey, dice una leyenda inca, partió en barco hacia el Este para conquistar el mar en la misma dirección donde yace esta pequeña isla del Pacífico donde estamos. Un lugar que, antes de saber de las palabras de Neruda sobre MacchuPicchu, nos había hecho sentir lo mismo que el poeta relataba en sus sonetos.

Entre las creaciones de los antiguos seguramente habrá obras más gigantescas, más detallistas o más preciosas pero no hay ninguna que tenga un diseño tan perfecto como los Moais, imponentes por su antigüedad, insolentes por su modernidad. Un diseño que es capaz de inspirar misterio y al mismo tiempo hacerte cómplice, como si tú mismo hubieras ayudado a levantar esos cabezudos de piedra para después olvidarlo todo hasta volver allí y respirar ese aroma fresco y suave de Isla de Pascua. Un aroma que es capaz de despertar en ti recuerdos que nunca tuviste e incluso, por un momento, hacerte creer que tus orejas son más largas de lo normal.

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