viernes, 1 de agosto de 2008

Berghana

- Le salvaste la vida…
- La suya y la mía – contestó Zinabu todavía temblando.
- Y la nuestra también…- pensamos nosotros.

Zinabu es el chofer del 4x4 que hemos alquilado para cruzar Etiopía. Nuestro nuevo compañero de viaje es una buena persona. Y un gran conductor. El mejor. No me imagino a otro que hubiera podido frenar en seco en apenas un instante. Un metro más tarde, un segundo después y los padres de Berghana que ahora nos están besando las manos, nos estarían maldiciendo. Aunque no haría falta que lo hicieran. Nosotros solos habríamos perdido el juicio, torturándonos una y otra vez con una pregunta cuya respuesta es tan obvia que asusta. ¿Habría valido la pena el viaje? No, a ese precio claro que no. Pero, ¿tiene sentido entonces que un solo metro, un solo segundo puedan cambiarlo todo?


Hay preguntas que no tienen respuesta y respuestas que son tan simples que cuestan de explicar. ¿Qué te pasa por la cabeza cuando crees que acabas de atropellar y matar a un niño? Nada. No sientes nada. Sólo el vacío como si tu propia alma te hubiera abandonado en el peor momento de tu vida. Nada iba a ser igual a partir de ese instante. Ni para nosotros, ni para Berghana, por supuesto. Con apenas cuatro años, no llegaba ni al capó del coche así que lo vimos desaparecer debajo nuestro sin saber qué había pasado. Lo reconozco, aunque bajé del auto más rápido que nunca, me asustaba llegar el primero. Por suerte, Zinabu pudo frenar justo a tiempo porque, cuando aparecí por delante, allí estaba Berghana, desnudo de cintura para abajo y gritando como nunca. El golpe de la cabeza contra el asfalto todavía no le dolía. Eran la angustia y el miedo los que se le escapaban por la boca en forma de aullido.

Etiopía tiene 70 millones de habitantes y más de la mitad son niños. Aunque no todos ejercen como tales, los hay que sí. Los hay que visten como niños y juegan como niños. Incluso podrían pasar por europeos si no fuera por el color chocolate de su piel. De hecho, muchos de ellos serán europeos. Como los que vimos en el hotel de Addis Ababa en pleno proceso de adopción. Hace tan sólo una semana, eran como Berghana, andando desnudos y descalzos por ahí, olvidados de todo el mundo. Ahora volvían a ser niños, con camisetas de Zara y zapatos nuevos. Berghana, en cambio, es uno de los otros. No tiene quien le cuide ni vigile. Sus padres trabajan lejos de casa mientras sus hermanos deambulan por la carretera, azuzando con látigos a vacas raquíticas o haciendo de espantapájaros humanos. Sean una cosa u otra, ese el destino que le espera a Berghana. Y visto lo que le podía haber pasado, ahora parece una suerte.

Cuando le obligamos a subir al coche para llevarlo al hospital gritó como un condenado pero después no volvió a quejarse ni una sola vez. Ni cuando nosotros mismos le hicimos una cura de urgencias, ni tampoco al recibir el pinchazo de la antitetánica. Cogido de la mano de Zinabu y todavía semidesnudo, iba de un lado a otro del dispensario sin decir ni mu. Y eso que el lugar parecía el cuarto de las ratas, con el suelo lleno de charcos en los que sus pies descalzos se hundían como si fuera lo más normal de mundo. Eso sí, su carita hubiera roto el corazón de cualquiera, de cualquiera menos el de sus compatriotas. Debió pasar al menos por al lado de veinte personas o más y sólo una enfermera le hizo una carantoña en el pelo. Los demás, como si fuera una sombra. A nosotros, en cambio, más de uno aprovechó para pedirnos alguna limosna. Si algún día os insultan por Etiopía en castellano ya sabéis de quién lo aprendieron. Dicen que en estos países es tanta la mortalidad infantil que, hasta los cinco años o más, los niños no cuentan demasiado. Viendo como temblaban y sollozaban los padres de Berghana cuando por fin llegaron, no podríamos jurarlo aunque es verdad que no fueron demasiado cariñosos con su propio hijo.

De vuelta a su poblado, le dimos un premio por haberse portado como el mejor. Alguna camiseta para poder tirar la suya rota y un par de pantalones para cubrirle las vergüenzas. También le dimos nuestra gorra del desierto y la linterna de Coronel Tapioca. Con una sonrisa de gigante, de largo lo más bonito que hemos visto en todo el viaje, lo cogió todo y se lo puso bajo el brazo como si fuera una persona mayor. Y así se fue, caminando descalzo y desnudo por el mismo camino por el que vino. Por suerte, nosotros también pudimos irnos por donde llegamos. Y, si nos hubieran dejado, con uno más en la familia.

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