domingo, 9 de marzo de 2008

Cuzco y el imperio comunista

Cuzco. Hace 500 años capital del Imperio Inca, ahora una linda ciudad a 3.400 metros de altura, repleta de iglesias y residencias que los conquistadores edificaron aprovechando los muros incas. Muros con piedras perfectamente pulidas e inclinados lo suficiente como para haber resistido siglos y siglos los múltiples terremotos que se dan en la zona. Si con esto ya está plagado de turistas, no queremos ni imaginarnos cómo sería si Pizarro y los suyos, en vez de fundir en zafios lingotes todo el oro de la capital, hubieran conservado sus palacios y templos tal y como eran.

Nosotros, al menos, pagaríamos todos los boletos turísticos del mundo para poder ver Koricancha, el Templo del Sol. Con sus dos salas simétricas, una dedicada al astro Rey y otra a la Luna. La primera con una pieza gigantesca de oro, redonda, simulando el mayor de sus dioses. La segunda con las paredes forradas de plata como si estuvieras viendo el universo desde el cielo. En la primera, todas las momias de los emperadores embalsamados, sentados uno al lado del otro, presidiendo las ceremonias como si estuvieran en vida. En la segunda, todas las vírgenes del reino rezando y guardando su pureza en honor al Inca.





Lamentablemente, esos bestias con armadura, en nombre de su patria y de su dios pero, por encima de todo, en nombre de su propia codicia, se llevaron por delante todo lo que pudieron, tesoros y vírgenes, y descuartizaron todo lo restante, pueblos y enemigos. De un trabucazo, acabaron con una civilización de 300 años. Por eso, como en Cuzco no dejaron nada de nada, nos fuimos para el Valle Sagrado de los Incas. El autobús turístico costaba 12 dólares regateando, la guagua local no llegaba a medio euro. Así que decidimos irnos con la gente del lugar, que para algo hablamos la misma lengua. Después de esquivar varias mujeres quechuas, engordadas con múltiples capas de ropa para amortiguar el frío que abunda por aquí, con sus fardos colgando por la espalda y sus bebés atados en bandolera, nos hicimos un hueco al final del colectivo, justo al lado de un comunero. Como el resto, él también se dirigía al mercado de Pisaq para intercambiar sus productos. Aquí las monedas sirven pero se utilizan poco.

Con la típica simpatía de los peruanos, nos contó que vivía en una Comunidad de 50 familias, no más, donde no existe ni la envidia ni los registros de propiedad. La Junta Directiva, elegida cada 2 años, es la que decide el reparto de las tierras así como la inclusión de nuevos vecinos. Los impuestos son cosa de los ricos porque ellos pagan con el sudor de su frente: cada año, la Junta decide qué obra civil debe realizarse y los comuneros la ejecutan. Aunque no están solos porque siempre cuentan con alguna que otra ayuda de las ONG extranjeras que operan en Perú, en forma de dinero o materia prima, o incluso en la figura de algún ingeniero a tiempo prestado.

En el fondo, poco parece haber cambiado su vida desde los tiempos del Imperio Inca. Entonces las necesidades del hombre no eran más que dormir, comer y vestir, y el Inca o Emperador se preocupaba para que todas ellas estuvieran cubiertas. Cada familia recibía un pedazo de tierra donde podían construir su casa y cultivar sus alimentos, así como algodón o cuero para que pudieran tejer sus propias ropas. A cambio de todo esto y de su protección, sólo se les exigía que contribuyeran al granero real con parte de sus recolectas y que trabajaran en las construcciones imperiales, que no eran pocas. La principal de todas ellas, los Caminos Incas, recorriendo todo el continente de Norte a Sur, de Ecuador a Chile. Y eso que desconocían la rueda. Algunos dicen que era pura esclavitud, otros la primera forma de comunismo. Lo que único cierto es que sus descendientes no guardan nada más que recuerdos de ellos porque nunca tuvieron escritura alguna que pudiera registrar sus memorias. Recuerdos y esa forma arcaica de comunismo. Y eso sí, su joya, Machupicchu. La ciudad de los sueños que los españoles nunca encontraron. Mañana entraremos por sus puertas y os contaremos.





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