jueves, 28 de febrero de 2008

Cuentas pendientes

Ayer dormimos en un bloque de apartamentos de lujo en Buenos Aires. Piscina en la planta baja y jacuzzi en el ático. Guardia jurado las 24 horas y rejas en la entrada. Mientras esperábamos en la calle a que saliera el auto del párking, lo volvimos a ver y ya no pudimos girar más la cara. Unos 8 años. Tez morena y pelo teñido con mechas rubias. Pintarse la cabeza fue posiblemente la única diversión que tuvo en varias semanas porque el zagal no tenía pinta de corretear en ningún parque por las tardes. O si lo hacía, sería para llegar el primero a la sacada de basuras. Porque ese era su trabajo. Abrir las bolsas de los deshechos de los que vivimos arriba para sobrevivir abajo.

Se movía como un profesional, rápido y diligente, colocando los desperdicios en el suelo y seleccionándolos con la maña de quién lo lleva haciendo toda la vida. Aquí los cartones, allí los envases. Acaso en el bolsillo algún resto de comida. Nosotros lo miramos con esa angustia que nos remueve el estómago a los ricos -es un decir- y que se nos pasa tan pronto como nos vamos a cenar. Él a nosotros ni nos vio. Como si no existiéramos. Y es que, en cierta forma, para él somos invisibles. Habitantes del mismo planeta pero de diferente mundo. Tan diferente como que es imposible pasar de uno a otro. Sin decir ni mu, cerró una bolsa y se puso otra al hombro, las arrastró hasta el próximo portal y empezó de nuevo el mismo proceso. Así una y otra vez, supongo, hasta que las fuerzas no le den para cargar más trastos. 8 años. A esta edad mis sobrinos lloran por la Playstation como yo lo hacía por los coches de Scalextrix.

Pero os decía que no es la primera vez que lo vemos. Antes lo encontramos en la India famélico. Y poco después en Nepal con la ropa sucia aunque deberes en mano. En el Tíbet andaba con unos amigos tirando piedras a los perros y en China tenía la mirada ausente. En Tailandia, tampoco faltó a la cita aunque en realidad eran chicas y llevaban los labios pintados. Cuatro cosas de comer, alguna foto y un par de carantoñas. Este es nuestro balance con ellos. Y muchas, muchas veces la vista para el otro lado. Demasiadas. Al principio, de vez en cuando, nos llevábamos la mano a la cartera hasta que nos levantaron la camisa. Tormenta tropical, niño semidesnudo, labios temblando. Cuanto tuvo el dinero en la mano, dejó de rascar el cristal de nuestro coche y empezó a reírse de nosotros, botando como si estuviera en “Cantando bajo la lluvia”, versión Bollywood, recordándonos que a 40 ºC nadie se muere de frío por mucho que llueva. Desde entonces, sólo damos lo que encontramos por ahí tipo lápices o bolígrafos o lo que podemos coger del bufet del hotel o de la comida del avión. Una minucia al lado de la Madre Teresa de Calcuta. Siempre que volaba, pedía al resto de pasajeros si le podían dar las sobras de sus bandejas. Ese día, piloto incluido, todo el mundo ayunaba a bordo. Dicen que era conmovedor verla caminando lentamente por los aeropuertos, arrastrando una gran bolsa con todo lo que había recogido. Como la de nuestro artista de 8 años.

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Hoy estamos en el lago Titicaca, en Perú, donde íbamos a visitar las islas sagradas de los Incas pero nos hemos encontrado con Marita. Una revolucionaria de 60 años que de día trabaja de guía y de noche se dedica a atizar con su labio suelto a los políticos corruptos que por acá abundan que da gusto. Con su visión esotérica del Lago no estamos de acuerdo pero sí con su discurso, uno de muchos, de que nunca demos nada a los niños peruanos que piden si no es a cambio de algo. Por eso nosotros seguiremos trampeando nuestra consciencia con algo de comida, lo que tengamos por ahí y un poco de calderilla, aunque sea a cambio de trastos que nunca vamos a utilizar. Todo con la mejor voluntad del mundo aunque sabemos que este viaje nos va a dejar una cuenta pendiente que esperamos algún día saldar con creces porque, por una vez, no nos importará pagar intereses.
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