lunes, 22 de octubre de 2007

El turista que murió de éxito


O de asfixia, no estoy seguro. Pero lo que sí que tengo claro es que la palmó. O la palmará. Y más rápido de lo que parece. Ahogado entre las hordas de otros turistas que invaden cada rincón que sale en Lonelyplanet o en cualquier otra guía. O sobramos muchos, o faltan sitios para ver. Pero ninguna de las dos cosas tiene ya solución.

El otro día estuvimos en la que fue durante 7 siglos la Residencia del Emperador de China, ahora con la foto de Mao presidiendo la entrada (¡el Rey ha muerto, viva el Dictador!). No engañaremos a nadie, no es ninguna maravilla. Ni por su arquitectura, ni por el poco -si algo- de arte que contiene. Como mucho, atrae su nombre, la Ciudad Prohibida, aunque algunos hagan chistes fáciles con su versión inglesa (ver foto). Y poco más. O eso pensamos nosotros hasta que, hartos de darnos codazos con los miles de chinos que están aprendiendo a ser turistas, nos fuimos a uno de los pabellones laterales. Allí nos sentamos en un banco más largo que un día sin pan y ocurrió el milagro. Igual que las aguas se abrieron ante Moisés, las masas de fotógrafos amateurs desaparecieron delante nuestro y una calma china, digo chicha, invadió el jardín de piedra en el que estábamos. Entonces pudimos admirar la majestuosidad de la Ciudad Prohibida, la serenidad que trasmite, la perpetuidad que irradia. Y así pudimos entender cómo diablos les pusieron nombres como la Colina de la Belleza Acumulada, el Palacio de la Pureza Celestial, el Salón de la Paz Eterna o el Pabellón de la Cultivación Mental, sin que les entrara la risa.

Ese momento valió toda la visita. Pero quizás el año que viene o el otro, ya no habrán más milagros. Tardará más o menos, pero llegará un momento en que el turismo morirá de éxito. Y entonces tendremos que decidir. Si pensamos que es derecho de todos disfrutar de esas maravillas del mundo y las matamos de su propio éxito. O si subimos el precio de sus entradas para que sólo unos cuantos puedan verlas. Me recuerda a la frase “o jugamos todos, o pinchamos la pelota”, sólo que aquí es al revés: “si jugamos todos, nos quedamos sin pelota”. Tendremos que cambiar de deporte, por pelotas. Nosotros, por si acaso, vamos a verlas todas ahora.


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