martes, 25 de diciembre de 2007

Los viajeros del tiempo



Uluru. Uno de los lugares más sagrados de los aborígenes. Y no es de extrañar que lo sea porque realmente parece que esté vivo. Si lo miras fijamente, hasta creerás verlo respirar, como si dentro de la montaña, en sus mismas entrañas, hubiera una criatura de otro mundo esperando salir. Para unos, una roca gigantesca, incrustada en medio de la nada, como si fuera un iceberg de arena roja. Para otros, la prueba de que hasta una piedra puede tener alma. Pero no está sola, a menos de 50 km, una nadería cuando estás en el corazón de Australia, se encuentra otra formación similar. Si Uluru fuera un dios, Kaja-Tjuta sería su diosa.

Y también respira, pero de una forma mucho más brutal. Uluru es sútil, apenas un movimiento imperceptible, como un abdomen subiendo y bajando lentamente. Kata-Tjuta aspira profundamente, absorbiendo el aire a bocanadas y creando vientos y corrientes que llenan sus gargantas de energía. Si subes hasta arriba del Valle de los Vientos y te sientas a horcajadas en su desfiladero, puedes notar la fuerza de su respiración, como si estuviera alimentando la vida que parece tener dentro de ella.

Antes de Uluru y Kaja-Tujta, el mundo era plano. Fueron los Seres Ancestrales quienes viajaron a través de él y crearon todas las plantas, animales y cosas, dejando parte de su alma en cada uno de ellos. Los aborígenes creen ser los descendientes directos de dichos Seres, herederos de su testamento oral, con el que rigen toda su vida. Lamentablemente, es secreto y sólo pequeñas partes de ese conocimiento han sido reveladas a los blancos. Lo justo, sin embargo, para saber que eran normas que les convertían en un pueblo ecologista y pacifista, en constante relación con la naturaleza de la que dependían para sobrevivir. Quizás la única cultura del mundo realmente ignorante de lo que era una guerra.

Estos hijos de semidioses, auténticos hippies de la prehistoria, se despertaron un día con otros hijos de su madre, acampados en su jardín del Edén. De golpe y porrazo, ellos que no conocían ni la rueda ni la escritura en pleno siglo XIX, habían viajado al futuro sin moverse de su isla. Más de 20.000 años totalmente aislados de cualquier otra cultura, con una mano delante y otra detrás, y se topan con una panda de convictos liberados por la patilla. No hace falta decir que perdieron por goleada. Lo curioso es que, cuando uno los ve ahora deambular por sus pueblos, a unos y a otros, es difícil saber quienes fueron los vencedores de ese encuentro, porque todos llevan en los ojos la mirada de la derrota.

Los negros, como ellos mismos se describen, caminando descalzos por la calle, con la vista perdida y las ropas sucias, muchos de ellos adictos sin cura al alcohol y casi todos cebados por la dieta occidental. Todavía se preguntan cómo es posible que sus antepasados no les dictaran también las normas de cómo afrontar las perdiciones del mundo moderno. Los blancos, aunque nunca lo reconocerán, amargados por vivir en el auténtico culo del mundo, rodeados de continuas trampas de la naturaleza, con el quiero y no puedo de ser relevantes entre los grandes o simplemente en su propio país, donde demasiados pueblos aspiran a ser ciudad.

Si pudieran elegir, no tengo ninguna duda de que ambos bandos preferirían viajar al pasado. O al futuro. Pero a donde fuera con tal de salir de aquí. Pero esto no lo arregla ninguna máquina del tiempo y mucho menos los australianos. Lo intentaron hace 50 años con el robo oficial de cientos de bebés aborígenes para que crecieran entre occidentales y todavía hoy están intentando pedir perdón por ello. Hace 20 años volvieron a la carga retornando las tierras a sus “propietarios tradicionales” pero, claro, no iban a devolver todo el país y mucho menos las mejores zonas donde ahora viven ellos, así que el paquete se limitaba a campos desérticos y bosques pantanosos llenos de moscas y mosquitos. Eso sí con el título de Parque Nacional. Y ahora los atiborran de Asistencia Social, una trampa mortal, un camino sin retorno pues es lo justo para sacarlos de su mundo pero dejándolos a las puertas del nuestro (aunque, la verdad, ellos tampoco se esfuerzan ni mucho ni nada para entrar en él).

Primero les robaron sus tierras, después sus vidas y también sus niños, y ahora, aunque no se den cuentan, lo están haciendo igual con su futuro. Eso sí, en cuanto no quede ni uno, seguro que amplían el aeropuerto de Ayers Rock y hasta puede que le devuelvan su nombre de verdad. Uluru.
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Nota: no hemos hecho ninguna foto de gente aborígen pues, como a los indios americanos, no les gusta ser fotografiados.

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