lunes, 10 de diciembre de 2007

¿De qué color es el paraíso?



Uno llega a Bali pensando en encontrarse con el auténtico paraíso. Porque lo de las Maldivas o Seychelles debe ser tan bestial como falso. O al menos eso cuentan. Bali, en cambio, tiene todavía ese aire exótico, de playas paradisíacas pero también de colores vivos y fuertes. De palmeras y cocoteros, de gente agradable y hospitalitaria. Y todo ese rollo.

Esta es la prueba de que el Marketing sirve para algo. No sé que habrán hecho para meter esa imagen en mi mente. No sé si será la boda de Alejandro Sanz o la del bisabuelo de Julio Iglesias. O si fueron publireportajes de sirenas bien modernas y pijas, en bañador por ahí, con una flor colgando de la oreja. Si es esto, la verdad es que funcionó porque yo me lo creí. Y ahí viene el problema de la publicidad. Cuando el producto no da la talla, es peor que un gatillazo. Las playas de Bali no valen un duro, por lo que todo el montaje se aguanta por los Hoteles y Spa de donde los turistas no salen ni para respirar. Y, qué queréis que os diga, por muy cachondos que sean los balineses, que lo son, para estar en un “todo incluido”, me voy a Las Canarias donde las playas son más chulas, el paisaje se parece a Bali y estoy al lado de mis suegros, que también tienen su gracia y encima no pago la cena.

Aunque lo curioso es que, así y todo, Balí nos ha encantado. El paisaje del interior, inundado de arrozales y con palmeras y plataneras creciendo en cada esquina, es precioso. En especial, alrededor de Ubud, un pueblo donde si acabas de montarte el piso mejor no vayas, porque te arruinarás en las tiendas de decoración y muebles más bonitas que hemos visto nunca. Pero si pides liebre, quieres liebre, por bueno que esté el gato. Por eso, nos fuimos de Bali por patas o mejor, por patera, porque nos embarcamos en un trozo de madera, que más bien parecía un circo flotante, y nos fuimos a las Gili Islands. Tres islas tan pequeñas que, por no tener, no tienen ni bicicletas. La chalupa que nos llevó nos dejó tirados en medio de la playita de la menor de ellas, los dos solos, de noche y sin que apenas viéramos nada. Aunque poco había por ver. Apenas algunas cabañas medio escondidas entre los cocoteros y el resto más oscuro que un negro zumbón. Después de caminar un rato, encontramos a alguien que nos quiso alquilar una de esas cabañitas por no más de 15 euros. A diez metros de la playa, toda de bambú sin nada más que un colchón y un ventilador de techo.

Eso sí que fue como llegar al paraíso. Nos bañamos delante de nuestro bungalow, con el agua tan cristalina que, de noche y todo, podíamos ver el fondo perfectamente. Sin apenas secarnos y todavía descalzos, caminamos unos 100 metros por la playa hasta un pequeño rincón. Allí estaba la Yaya Warung, que nos hizo un pescado fresco a la brasa acompañado de arroz al ajillo. Creo que fueron 6 euros, incluyendo la cerveza fría y la pérgola de palmeras donde lo tomamos medio estirados. Al día siguiente, nos fuimos a bucear al Turtle Reef, cinco minutos en barca y una hora rodeados de tortugas de más de un metro de largo y jardines de todo tipo de coral. A la vuelta, repetimos pescado en ca la Yaya.
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Suena bien, ¿no? Para nosotros fue el paraíso. Pero no os lo recomendamos. La arena son trozos de coral que se clavan en los pies. El agua pica al estar llena de restos de medusas. El sol empieza a quemarte la piel incluso antes de que te hayas despertado. El paraíso depende del color de las gafas que lleves. Así que no me atrevo a decir si está en la isla de Gili Meno, en Formentera o en el salón de tu casa o de la mía. El paraíso no es un sitio u otro. Son momentos que aparecen, a veces cuando menos te lo piensas, con un color especial y un sabor diferente. Pero no vale sentarse esperando que vengan. Hay que ir a por ellos, que son pocos y duran menos.


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